
La gloria del triunfo de Jones duró muy poco: después de montar al podio olímpico cinco veces su mundo comenzó a colapsarse. En 2002 se divorció de su marido y ex entrenador, el lanzador de peso C. J. Hunter, quien tras un resultado positivo de dopaje quedó fuera de las olimpiadas de 2000. En 2003 Marion tuvo un hijo con el corredor de 100 metros Tim Montgomery Junior, quien impuso en 2002 el récord mundial en esa prueba hasta que en 2005 confesó haber usado esteroides, fue suspendido por dos años, decidió retirarse y su récord quedó anulado. Hunter reveló a los investigadores del gobierno que en Sidney había visto a Marion inyectarse THG en el estómago. Su entrenador Trevor Graham también se vio involucrado en un escándalo de drogas. El propio Víctor Conte, el científico autodidacta, gurú farmacológico, ex-bajista de la banda Tower of Power y fundador de BALCO, fue objeto de una redada policíaca, y al ser acusado de vender drogas y lavar dinero señaló a Jones entre sus clientes. A pesar de los escándalos a su alrededor Jones se mantuvo firme.
El resplandor que Marion tenía en Sidney se extinguió para las olimpiadas de Atenas, en las cuales su presencia pasó sin pena ni gloria, fracasó en la prueba de 100 metros, se retiró de los 200, quedó en quinto lugar en salto de longitud y perdió la estafeta en relevos 4×100 metros.
Marion no fue atrapada en las pruebas antidoping y durante 7 años aseguró apasionadamente que nunca había usado drogas. Es difícil saber si los efectos secundarios del THG se manifestaron en ella (encogimiento de los senos, impotencia, interrupción de los ciclos menstruales, incremento del vello en el cuerpo y el rostro, ictericia, infertilidad, pérdida del cabello y acné). En cualquier caso la atleta no pudo más con la presión y finalmente reconoció que sí había usado THG. se vio obligada a regresar las cinco medallas olímpicas que ganó en Sidney en 2000.
Marion reapareció en las pantallas con una confesión lacrimógena pidiendo comprensión a esa masa irresponsable, voraz de espectáculo que se llama la opinión pública. Los medios estadounidenses volvieron entretenimiento su arrepentimiento y justificaron a Jones enfatizando que por lo menos había hecho lo correcto al confesar. Por otra parte no faltaban comentaristas que hablaran de la hipocresía de la sociedad y de los espectadores, a quienes señalaban como los verdaderos culpables, ya que por un lado reprueban el uso de drogas pero por otro exigen nuevos récords. Esto es tan sólo parcialmente verídico, ya que la principal motivación para el uso de esteroides no son tanto los chillidos provenientes de las tribunas sino la feroz y despiadada competitividad de los atletas. Estos deportistas no son víctimas inocentes de una sociedad Moloch, sino que son producto de una cultura en la que cualquier progreso tecnológico será adoptado tarde o temprano a pesar de sus consecuencias y aunque su uso eventualmente transforme la cultura de manera dramática.
A final de cuentas el crimen de Jones y de los demás atletas que usan estas drogas no es tanto hacer trampa o tener una ventaja ilegal sobre los demás competidores. De cualquier forma las naciones más ricas siempre podrán invertir más en mejores entrenadores, equipo y tecnología, por lo que el terreno de juego deportivo nunca será igualitario. Lo que verdaderamente perturba a una sociedad adicta a lo novedoso es que estos prodigios nos obligan a cuestionarnos acerca de los límites de lo humano y a reflexionar en torno al contraste entre lo natural y lo manufacturado en el cuerpo. El dilema de los esteroides es que nos hace preguntarnos: ¿qué somos realmente, maquinaria programable o seres sensibles e impredecibles? El malestar que provocan Marion Jones y los demás superatletas es semejante al que causan los replicantes Nexus 6 de la cinta Blade Runner, de Ridley Scott; ambos representan nuestras aspiraciones y fantasías y ambos nos hacen imaginar un futuro utópico en el que probablemente los hombres y mujeres no modificados seremos reliquias prescindibles.
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